El jardín del Edén y la desobediencia del hombre

(Génesis, II, 4-III: 24)

En un principio, cuando Dios creó cielo y tierra, la tierra carecía de vegetación, ya que Dios no había dispuesto que cayese lluvia y no había hombres que labrasen los campos, sólo la niebla humedecía la tierra. Por ello, Dios forma a un hombre del polvo de la tierra y le insufla en las narices un hálito de vida. Planta un jardín llamado Edén, y coloca en él al hombre, donde hace germinar también diferentes clases de árboles. Entre ellos, se encuentran el Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Del jardín parten cuatro ríos, entre los que se incluyen el Tigris y el Eufrates.

Dios le encomienda al hombre que cuide del jardín y le permite comer de todo cuanto hay en él, excepto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Si lo hace, morirá. Dios se da cuenta de que el hombre está solo y decide darle compañía. Convoca a todos los animales y le pide al hombre que les dé nombre.

A continuación, hace que el hombre caiga en un sueño profundo y de una de sus costillas forma a una mujer. Se la muestra al hombre y le explica que está hecha de su carne y que por su causa dejará a su padre y a su madre para hacerse una sola carne con ella. Ambos están desnudos, pero no se avergüenzan de ello.

Sin embargo, una serpiente, más astuta que el resto de los animales, se dirige a la mujer y le pregunta por qué Dios les ha prohibido comer el fruto de los árboles del jardín. La mujer contesta que pueden probar todos ellos, excepto los de un árbol que se encuentra en medio del jardín, so pena de morir.

La serpiente insinúa que esta interdicción sólo persigue que no lleguen a ser como Dios, capaces de diferenciar entre el bien y el mal. La mujer mira la fruta del árbol y ve que sería bueno comerla. Toma una para comérsela y le da también otra al hombre. Tan pronto como han comido, advierten su desnudez y la cubren con hojas.