EL DORADO

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Uno de los rasgos más imperecederos de la mitología de Sudamérica es la leyenda de El Dorado, nombre que evoca imágenes fantásticas en las mentes occidentales. El oro constituía un medio sagrado para muchas civilizaciones precolombinas, como la mochica, la chimú y la inca, debido en parte a su brillo incorruptible y a sus asociaciones rituales y mitológicas con el sol, el mundo de los espíritus y la fertilidad.

El oro y la plata del Perú incaico despertaron la imaginación y la codicia de los conquistadores españoles. Gonzalo Pizarro, hermano del conquistador del Perú, organizó una expedición con Francisco de Orellana para buscar la tierra del rey poseedor de tan inmensas riquezas que le ungían a diario con resinas exquisitas para fijar el polvo de oro con que se adornaba el cuerpo.

En realidad, la leyenda de El Dorado tiene su origen al norte de Perú, entre las jefaturas de Colombia, donde se han identificado diversos estilos de trabajar el oro.

Juan de Castellanos observó en 1589 que en estas antiguas sociedades colombianas el oro era la sustancia que daba a los nativos el aliento de la existencia, aquello por lo que vivían y morían.

La leyenda de El Dorado se basa en la realidad histórica, en los ritos amerindios que en sus orígenes se celebraban en el lago Guatavita, en los altiplanos de Colombia. Aquí tuvo lugar una ceremonia para celebrar la ascensión al trono de un nuevo rey que, tras una época de reclusión en una cueva, peregrinó hasta el lago con el fin de hacer ofrendas a la principal deidad. Al llegar al lago, el futuro tey fue despojado de sus galas y recubrieron su cuerpo con una resina sobre la que aplicaron una capa de fino polvo de oro. De esta guisa se internó en el lago acompañado por sus servidores (cuatro jefes de pueblos sometidos), revestidos de complicados ornamentos también de oro.

Incluso la balsa estaba ricamente adornada, y cuatro braseros humeaban con el incienso sagrado. Atravesaron las aguas mientras el aire resonaba con el sonido de flautas, trompetas y cánticos. Al llegar el centro del lago se hizo el silencio y el nuevo jefe y sus acompañantes arrojaron todos los objetos de oro al agua para a continuación volver a la orilla, donde el monarca fue recibido ceremonialmente.

Esta ceremonia impresionó grandemente a los europeos que la presenciaron. «Caminaba cubierto de polvo de oro con tanta naturalidad como si se hubiera tratado de sal», escribía Gonzalo Fernández de Oviedo en el siglo XVI.

En un grabado de 1599 aparecen dos hombres preparando a un nuevo jefe muisca para su deslumbrante toma de poder. Uno de ellos extiende resina en el cuerpo del monarca y el otro sopla polvo de oro por un tubo. En esta representación salta a la vista la influencia europea, pues el grabador (Teodoro de Bry) nunca había estado en las Américas y se inspiró en testimonios de segunda mano.

Sin embargo, la imagen es un poderoso símbolo del influjo de los mitos y rituales amerindios en la imaginación europea y de la fascinación que siempre ha ejercido el oro.

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