Los cuerpos celestes

Los cuerpos celestes suelen aparecer en la mitología como seres vivos, divinos, humanos o animales. En la mayoría de los casos, el sol se presenta como divinidad masculina, como en el culto del dios del sol del antiguo Egipto. Pero este astro también puede tener carácter femenino (la diosa Amaterasu, en Japón), y la luna masculino. La luna tiene carácter masculino en los mitos del África meridional y se la considera esposo del planeta Venus. En otras regiones el sol y la luna son cónyuges o, como ocurre en algunos mitos norteamericanos, hermano y hermana que mantienen una relación incestuosa.

También se personalizan algunas agrupaciones de estrellas. En el hemisferio meridional se considera la constelación de las Pléyades un grupo de hermanas cuya aparición en el cielo nocturno anuncia la llegada de las lluvias: así ocurre en los mitos de Sudamérica, el sureste asiático y Australia. En el sur de África se piensa que la constelación de Orión es un cazador con su perro que persigue a un animal. Los griegos identificaban la Osa Mayor con la ninfa Calisto, a quien Zeus colocó en los cielos con la forma de este animal junto a su hijo Arcas, el «guardián de la osa». Los nativos norteamericanos conocen el Carro, una parte de esta constelación, como el oso celestial.

El sol y la luna

En todo el continente americano existe un mito según el cual, el sol femenino y la luna masculina son hermanos y mantienen una relación incestuosa.

Sus encuentros secretos tienen lugar durante la noche, cuando el sol se introduce en forma silenciosa en el lecho de su amante; pero al no poder verlo en las tinieblas le pinta manchas oscuras en la cara, para reconocerlo más adelante. Según el mito esto explica la palidez de la luna.

En otros mitos norteamericanos el sol es varón y proviene de la cabeza cortada de un ser humano hombre, mientras que la luna, femenina proviene de la cabeza cortada de una mujer.

En África se relata que los cambios cíclicos de la forma de la luna se remontan a la época en que esta comenzó a a presumir de su belleza que, según ella, superaba la del sol. Molesto el sol, hizo añicos a la luna que desde entonces le tiene temor y pocas veces se a atreve a mostrarse entera en el cielo.